martes, 12 de agosto de 2014

Reflexiones: actividad de animación lectora



¿La planificación cumplió tus expectativas al momento de realizar la actividad?


Considerando las observaciones efectuadas a la planificación original, pude ajustar la actividad para eliminar ejercicios redundantes. Esto fue muy útil, pues en la fase recreativa de la actividad, tras la lectura, los niños se entusiasmaron y emplearon bastante tiempo, por lo que resultó un acierto.

En cuanto a las expectativas mismas, siento que los niños respondieron de manera positiva a la actividad, ya sea para prestar atención a la historia como para responder ingeniosamente a las preguntas durante la lectura y comentar sus propias experiencias. La que no respondió tan bien fui yo, debido a mis nervios y a esa sensación de curiosidad estática que me sobrecoge al estar en contacto con algunos niños. Algunos de sus aportes me resultaron tan interesantes que me sentí turbada; sin duda puedo asumir que mi inexperiencia me impidió aprovechar esas instancias para fomentar un diálogo mejor encaminado entre ellos. Con todo, mi principal expectativa era pasarlo bien y maravillarme a partir de la actividad, y eso sí se cumplió.


¿Qué conocimientos previos ayudaron a la realización de la actividad?


Quizá el único conocimiento que de verdad tenía era la certeza de que todo niño disfruta una buena historia cuando se le presenta de manera no impuesta, como lo recuerdo de mi experiencia docente. Aun cuando haya estudiado los documentos teóricos, me costó poner en práctica sus lineamientos. Por ejemplo, cada vez que espetaba un “¿por qué?” me acordaba del Dime de A. Chambers (66), pero ya era demasiado tarde. Conociendo algunas experiencias de mediadores que siguen el método, sé al menos que es algo que depende mucho de la experiencia que se adquiera en el contacto con niños y jóvenes lectores en actividades de animación lectora.

En cuanto a la obra elegida, sí puedo señalar que fueron pertinentes las lecturas referentes al libro álbum y algunos puntos de mi propia crítica literaria que publiqué sobre ella hace un año, porque sentí que eso me ayudó a encauzar la actividad desde su naturaleza estética hacia sus aspectos más emotivos. 


¿Qué aprendizajes obtienes luego de planificar y poner en práctica?


El más relevante es que es la animación lectora es algo que necesita de muchísima práctica para mejorar poco a poco su ejecución y, en consecuencia, la experiencia. Es muy distinto realizar una actividad con un grupo conocido de lectores a hacerlo con lectores distintos cada vez y en condiciones variadas, lo que cambiará radicalmente la experiencia. Por lo mismo, por lo pronto la planificación me parece una guía especialmente flexible, porque nada puede preparar al mediador ante un comentario en particular de un niño o joven, como no sea la propia experiencia en situaciones similares y la habilidad para incorporarla de manera crítica y coherente a la actividad. Por último, cabe destacar que la actividad me permitió analizar y reformular en contexto muchas preconcepciones sobre la animación lectora, aunque acaso lo principal sea una confirmación de lo compleja que es la mediación y la importancia de hacer de ella una puesta en práctica óptima.


Referencias bibliográficas

Chambers, A. (2007). Dime. Fondo de Cultura Económica: México D.F.

domingo, 18 de mayo de 2014

¿La literatura infantil es sólo para niños? Columna en Fundación Cuatro Gatos

Tengo el agrado de difundir por aquí mi columna "¿Sólo para niños? ¿Sólo para adultos?" que publiqué en la Fundación Cuatro Gatos, uno de los sitios más importantes dedicados al pensamiento y difusión de la LIJ en la web. El texto cuestiona de manera crítica las ideas asociadas a los conceptos de "infantil" y "adulto" y de cómo las visiones más extendidas para cada uno corresponderían a prejuicios que sólo banalizarían ambas etapas de la vida. Por último, reflexiono en torno a la relevancia que tendría para la LIJ replantearse nuevas concepciones para lo infantil y lo adulto.

Esta es mi segunda publicación en la página y me hace muy feliz. Es muy poco frecuente que un proyecto de esa envergadura preste atención a personas que tenemos muchísimo que decir porque hemos pensado mucho, pero que no tenemos aún la trayectoria o renombre suficiente. De hecho, Cuatro Gatos aceptó el riesgo de publicar una columna con una temática bastante rupturista para un sitio literario, como podrá apreciarse por el título: "Los videojuegos también son literatura". Fue maravilloso constatar que resultó ser una de las más leídas el 2013, pero no sólo por ese entusiasmo tan humano de ver que nuestro trabajo es valorado, sino también porque eso significa que hay un interés creciente en la gente por abordar la literatura desde enfoques más abiertos y menos conservadores. Poder compartir ante un público abierto mi experiencia como lectora y autora y cómo los videojuegos fueron determinantes para hacerme llegar a ambos roles, fue hermoso. 

Espero que esta nueva entrada también pueda atraer a más gente a reflexionar críticamente en torno al conflicto que supone rotular una obra literaria para un público exclusivamente adulto o exclusivamente infantil, cuando las historias verdaderamente importantes no tienen edad ni fecha de caducidad.

¡Los invito a leerla! (Y a comentar por aquí si lo desean, considerando que en la web original no se puede)

jueves, 15 de mayo de 2014

La censura en la literatura infantil (I)

Fairytale:  #Once #upon a #time...Es imposible no asociar el término “censura” con una anulación siempre violenta de determinada voz o discurso en un contexto determinado y por parte de una entidad poderosa, que a través de este acto de represión intenta mantener su hegemonía. En suma, un término que está íntimamente ligado al campo político e ideológico, pero que en cierta forma hunde sus raíces en algo tan complejo como la propia naturaleza humana y el eterno conflicto de construirse una identidad propia y hallar un espacio en algún mundo posible.

La literatura, por supuesto, tiene todo que ver con esto en tanto manifestación estética y cultural. Como se ha abordado en los contenidos del diplomado, la creación de toda obra nace de un contexto de producción en particular, y aun cuando su autor no esté escribiendo desde su país o época inmediatos, por cierto que su visión de su mundo estará influencia de alguna forma por ellos. Por otra parte, el contexto de recepción de esta obra muchas veces va variando su apreciación en el tiempo, justamente por el desfase de experiencias culturales y de vida del lector respecto a las del autor. 

Pero ¿y qué pasa con la literatura infantil y juvenil? Por cierto que ella es también una manifestación política e ideológica, además de estética, sobre todo porque el público objetivo aún se está formando e interiorizándose a los modelos valorados por la sociedad. 

La literatura infantil que finalmente no es tanto literatura como ficción vendida a la moralina o al didactismo parece ser la que más sigue estas convenciones: se procura modelar a la fuerza a un individuo (el niño) que se encuentra en un proceso preliminar de construcción de identidad, a fin de que a futuro se adapte a los patrones validados. Estos, como puede imaginarse, estarán muy ligados a la producción material, a la lógica de la competencia y a una moral de cartón, que pueda doblarse sobre sí misma en el momento que mejor le convenga. Según estas características, cualquier obra que de alguna descarada manera apunte a algo distinto será censurada, entendiendo aquí el término no sólo como perseguida, proscrita o hasta destruida, sino también por discriminada, ridiculizada e ignorada sistemáticamente.

Resulta sencillo en este punto identificar algunos de los rasgos más recurrentes en la LIJ que ha sido censurada, lo que aporta bastantes claves para entender qué es aquello que las esferas de poder dominantes de las sociedades temen al concebir como amenazas. A continuación, se enumerarán brevemente algunas:

a) Insinuaciones a elementos que tengan que ver con el espacio irracional, onírico, fantástico e incomprensible de la realidad más concreta y banal (brujas, magia, otros mundos, entre otros) y que pudiesen interpretarse como héreticos.

b) Críticas —metaforizadas, insinuadas o aun sólo interpretables— a los sistemas políticos vigentes. 

c) Rupturismo respecto a los modelos de género vigentes, sobre todo en cuanto a concepciones sobre lo masculino y femenino, los patrones familiares y diversas formas de vivir la sexualidad.

A continuación se analizará algunos de los rasgos de censura identificados en tres obras infantiles clásicas, que fueron publicadas en contextos particulares que favorecieron la persecución de los espacios correspondientes de la época. Dos de ellas son muy conocidas en el ámbito latinoamericano, al tratar al tratarse de Las brujas de Roald Dahl y El Mago de Oz, de L. Frank Baum. La tercera es prácticamente desconocida en este contexto, a pesar de ser una obra cuya autora es considerada un referente clásico en la literatura infantil y juvenil anglosajona: Una arruga en el tiempo, de Madeleine L’Engle. Las tres, al ser obras de Fantasía, presentarán puntos en común respecto a las argumentaciones sobre la censura (*).

La censura en El mago de Oz, de L. Frank Baum (1900)

Si bien esta historia hoy en día es ampliamente conocida gracias a sus adaptaciones fílmicas y alusiones a la cultura popular, la novela que la originó sufrió de una persecución considerable en su época, a pesar de ser valorada desde otros frentes culturales. Una de sus más extrañas críticas tuvo que ver con la presencia de brujas en la obra, pero acaso lo más curioso fue que aborrecieran también la bondad de algunas en particular. ¿No sería interesante y digno de reflexión y discusión teológica la aparición de una bruja buena, demostrándole a los niños que la bondad puede encontrarse en todos? Pues para estos grupos no pareció serlo, pues se consideró inválida la mera existencia de un ser sobrenatural como éste con atributos positivos.

Esto, a su vez, se conectó con otra crítica cuya premisa es aterradora: estos grupos censuraron también que la obra, a través del viaje de Dorothy, enseñara a los niños a ser “self-reliant rather than dependent on God to see them through difficult times” [a valerse por sí mismos en lugar de ser dependientes de un Dios que pudiera ayudarlos en momentos difíciles] (Baldassarro, 2013). Más allá incluso del credo particular del lector, está claro que en este enunciado está presente una visión de Dios como una entidad temible y controladora de todos los aspectos de la vida humana, visión bastante limitante e incluso cercana a la de un dictador. ¿Por qué valerse por sí mismo, de todos modos, debería entrar en conflicto con la divinidad de turno? El alcance entre ambos supuestos es muy antojadizo y peligroso, porque insinúa que sólo la religión debe hacerse cargo de conducir la vida de niños y adultos. Y las religiones son también espacios de poder, que en la mayoría de los casos, lamentablemente, retuercen el sentido original de los credos o espiritualidades que supuestamente encarnan para su propio beneficio como instituciones.

En esa misma senda va otra crítica, referida al poder e independencia de la figura femenina, sobre todo a partir de la valiente Dorothy, que sin dejar de ser una niña común es capaz de emprender grandes logros gracias a sus amigos. Más aún: Dorothy es retratada como un personaje empoderado, casi una líder del grupo. Similares reproches tuvieron la presencia de personajes animales como seres racionales. Si se analiza con detalle esto, se puede llegar a la conclusión de que se está condenando que dos grupos asociados históricamente a la debilidad y a la represión de todo tipo (las mujeres y los animales) puedan tener la posibilidad de expresar autonomía y poder en una historia para niños. ¿Habría cambiado en algo esta mirada si Dorothy hubiera sido un niño y sus compañeros humanos también? ¿Por qué tendría que cambiar, si estas elecciones nacieron de la pulsión creadora personal de un autor en particular?

Por último, se debe destacar que otro tipo de críticas que suscitó la obra se debieron a una precipitada, errónea y mediocre lectura alegórica, facilismo frecuente en las historias de Fantasía (y más aún en las infantiles) a causa de la ignorancia y estrechez cognitiva de determinado grupo de lectores. A grandes rasgos, esto implicó que El Mago de Oz fuera interpretado como 

a parody of American imperialism and racism. They rejected the author’s introductory explanation as an American fairy tale to encourage children to cherish life’s joyous wonderment, going so far as to describe the book as a ‘foolishly sentimental, poorly written, sensational, untrue-to-life, and unwholesome book.’

[Una parodia del imperialismo americano y el racismo. Ellos [los comités evaluadores de turno] renegaron de la explicación introductoria que presentaba la obra como un cuento de hadas americano para incentivar a los niños a atesorar la gozosa maravilla de la vida, yendo hasta el punto de describir el libro como ‘tontamente sentimental, mal escrito, un libro sensacionalista, falso y perjudicial']

Aun cuando las interpretaciones literarias debieran ser siempre libres, si el propio autor señala cuáles fueron sus inspiraciones para la obra, y si además éstas son precisamente positivas y esperanzadoras para el público infantil, no se entiende por qué alguien querría leer la obra de una manera alegórica sólo para denostarla. Renegar de la Fantasía y la pretensión de bondad en una historia de Fantasía que la expone es también un tipo de censura, porque supone destruir un imaginario puro específico y torcerlo para apoyar o refutar frustraciones personales ante contextos políticos contingentes, como en este caso. Suponer que cualquier historia que hable de otros mundos y otras razas inexistentes siempre es una alegoría de nuestro mundo y de nuestras razas es un peligroso indicio de egocentrismo y quizá aún, en un plano más abstracto, de una peculiar expresión de fascismo. 

Parte de su riesgo implica que se le restrinja a los niños la lectura de historias que ayuden a desarrollar su imaginación y el sentido de la aventura, debiendo siempre establecer conexiones forzadas con los elementos más caducables de su propio contexto vigente, en lugar de permitirle ir más allá de ellos y quedarse con la experiencia humana de estos otros mundos y otros personajes. Riesgo que, de alguna forma, es incluso peor que depender de una religión banalizada.

La censura en Las brujas, de Roald Dahl (1983)

Una vez más, se reiteran las condenas por trabajar con un elemento social y religiosamente reprochable como las brujas, desarrolladas aquí con mucho más detalle que en la obra anterior. En esta oportunidad, sin embargo, el autor hizo un pequeño alcance en su historia que suscitó un enfoque distinto para las críticas: el narrador enfatiza que las brujas sólo pueden ser mujeres. En este caso, podría señalarse que lo que motivó un primer indicio de censura se debe a una sobrecorrección política, juzgando como discriminación algo que sin duda también nació como inspiración creadora personal de Dahl, inspirada en la tradición cultural mágica. Que sólo las mujeres puedan ser brujas no significa que todas las mujeres tengan que ser brujas, y eso también se aprecia claramente en la historia, al presentar otros modelos de personajes femeninos bondadosos e intrépidos, como la propia abuela del protagonista.

En general, la poética infantil de Dahl, aunque validad hoy en día por el canon, presenta numerosos aspectos disruptivos y políticamente incorrectos tanto para las hegemonías vigentes como para los grupos que pretenden oponerse a ellas. De este modo, no es que la censura a su trabajo dependa exclusivamente de los reparos centrados en sus aspectos sobrenaturales, sino también de aquellos aspectos que actualmente se intentan purgar a través de muchas obras infantiles, como la igualdad de género o la ausencia de violencia. En las obras de Dahl, y en Las brujas en particular, suele haber mucha violencia y concepciones negativas asociadas a cierto tipo de mujeres. Por otra parte, “En las ficciones de Dahl, los personajes malos no son simplemente malos; son monstruosos, caracterización que algunos lectores adultos encuentran nada sutil, pero que para muchos chicos resulta graciosísima. Incluso los adultos buenos son a menudo desconsiderados o fácilmente amedrentables, mientras que los niños, en los libros de Dahl, suelen ser sensibles, maduros y difíciles de atemorizar” (Talbot, 2005). 

Este particular tratamiento casi dicotómico de niños y adultos es un rasgo distintivo en Dahl, así como su crudeza general en sus historias. En Las brujas, por ejemplo, no se aprecia un final feliz como se entiende tradicionalmente en una novela infantil: el protagonista es convertido en una rata de manera irreversible, y asume su destino con entereza. Podría pensarse que se trata de un desenlace demasiado despiadado para una mente infantil, pero resulta sumamente coherente con el desarrollo de la historia y, además, entrega una visión atípica de la esperanza. El protagonista sabe que no vivirá mucho como rata, pero por otra parte está consciente también de que su abuela, su último ser querido que le queda, tampoco. La conversión en rata así se transforma en una bendición para ambos, pues saben que podrán aprovechar al máximo lo que les quede de vida sin que uno tenga que morir antes que el otro.

Esta es una lectura muy fuerte y a la vez muy hermosa, que resulta tan intensa que los organismos de censuran no alcanzan a entenderla por su embrutecimiento espiritual. Es como si de alguna forma ni siquiera advirtieran la plenitud de sentido en una aceptación como esa de parte de un niño, prefiriendo dirigir su discurso condenatorio a lo más superficial de la obra. Acaso esta visión se deba también a que un niño que puede decidir y aceptar circunstancias como éstas es alguien que ya puede tener determinado control sobre los aspectos más importantes de su vida. El protagonista de Las brujas ha superado escollos horribles en su enfrentamiento personal con estas mujeres, y ha sufrido también sus consecuencias. Es alguien que ya ha decidido y sellado su propio destino por motivos muy íntimos, consagrando su vida a lo que en verdad deseaba. Naturalmente, este modelo de infancia es incompatible con una sociedad que concibe a los niños como seres incompletos y que deben ser encarrilados por preceptos adultos, anulando todo indicio de voluntad o expresión propia, sobre todo si éstas se desmarcan de lo que está validado por presentar un arrojo y una entrega que ya resultan cada vez más escasos en la adultez.

La censura en Una arruga en el tiempo, de Madeleine L’Engle (1962)

En su conferencia Dare to be creative!, Madeleine L’Engle expone diversas experiencias y reflexiones a los estados de censura a los que usualmente se ve sometida obra LIJ en el mercado y la sociedad. El texto es sumamente valioso en el marco de este tema, pues permite analizar cómo la censura se encuentra presente incluso antes de que una historia pueda llegar a la comunidad lectora y de cómo el autor debe insistir para defenderla, hasta el momento en que la obra llega a sus lectores y recibe sus primeras lecturas.

El caso de L’Engle es muy interesante, pues ella misma era creyente y perteneciente a la Iglesia Episcopal. En su novela Una arruga en el tiempo, la autora incluye alusiones angélicas y metafísicas a una historia infantil que narra desde la incomprensión familiar hasta nociones básicas de física sobre la tercera dimensión, pasando por la crítica a una sociedad que recuerda mucho a la de 1984 de George Orwell. La mezcla puede sonar extraña en una reseña semejante, pero funciona bastante bien al momento de contar una historia importante de aventura, desafío y redención.

Pero ni la visión positiva de su obra ni la propia fe de la autora la salvaron en su momento de ser atacada una vez que el libro al fin encontró espacio editorial. L’Engle cuenta cómo en una oportunidad le llegó la carta de una enfurecida lectora que votó para censurar su libro, y cómo ella se la respondió:

This woman, who had obviously read neither Wrinkle nor the Bible carefully, was offended because she mistakenly assumed that Mrs. What, Mrs. Who, and Mrs. Which were witches practicing black magic. I scrawled in the margin that if she had read the text she might have noted that they were referred to as guardian angels. The woman was also offended because they laughed and had fun. Is there no joy in Heaven?  […] The woman's epistle went on to say that Charles Wallace knew things that other people didn't know. 'So did Jesus,' I scrawled in the margin. She was upset because Calvin sometimes felt compulsions. Don't we all? This woman ob-viously felt a compulsion to be a censor. Finally I scrawled at the bottom of the epistle that I truly feared for this woman. We find what we are looking for. If we are looking for life and love and openness and growth, we are likely to find them. If we are looking for witchcraft and evil, we'll likely find them, and we may get taken over by them (L’Engle, 1984)

[Esta mujer, que obviamente no se había leído ni mi libro ni la Biblia cuidadosamente, se sentía ofendida porque había asumido erróneamente que la Señora Qué, la Señora Quién y la Señora Cuál eran brujas que practicaban magia negra. Anoté en el margen que si ella hubiera leído el texto quizá habría advertido que se les aludía como ángeles guardianes. La mujer también se había ofendido porque ellas se reían y divertían. ¿Es que no hay alegría en el Cielo? […] La carta de la mujer continuaba diciendo que Charles Wallace sabía cosas que otra gente no. “Igual que Jesús”, anoté al margen. Se molestaba porque Calvin a veces tenía obsesiones. ¿No las tenemos todos? Esta mujer obviamente tenía una obsesión con censurar. Finalmente anoté al final de la carta que en verdad temía por ella. Encontramos lo que buscamos. Si buscamos vida y amor y apertura y crecimiento, seguramente los encontraremos. Si buscamos brujería y maldad, también los encontraremos, y puede que nos veamos arrastrados por eso]

En esta réplica se aprecia que no sólo L’Engle tiene una concepción muy íntima de su obra como expresión de bondad y esperanza, como toda verdadera obra de Fantasía, sino que también procura mantener intactas sus creencias religiosas y que puede demostrar con total seguridad que su historia no las contradice, sino que más bien las potencia. Más importante aún, L’Engle insiste en la forma de aproximarse a una obra y de cómo desarrollar una lectura que no se centre en la imposición de un juicio personal y condicionado a otras comunidades de lectores, llegando incluso a anular la posibilidad de que el lector entre en contacto con un libro y pueda crear sus propias interpretaciones u opiniones al respecto.

Eso permitiría leer a Una arruga en el tiempo también como una bella obra que no teme en mostrar aspectos complejos, como la fractura de una familia cuyo padre ha desaparecido y que tiene por solitaria protagonista a Meg, una chica que se encuentra buscando su lugar en el mundo y que a veces le cuesta lidiar con su hermano menor Charles Wallace, superdotado que procura mantener su inteligencia en secreto y que resulta poseído por el rival al que se enfrentan los niños en búsqueda de su padre. Es muy fácil leer esta obra como viaje de crecimiento interno para los protagonistas y también como crítica a las concepciones deshumanizadas a las que puede llegar la sociedad. En ese sentido, discutir la naturaleza de las Señoras, que finalmente actúan como bondadosas guías de los niños, no parecería tener ninguna razón de ser. Como L’Engle apunta, pareciera que se pretende proyectar únicamente una condena que quizá se llevaría en el interior, en lugar de al menos presentar esta mirada como una visión particular y en lo absoluto única sobre la apreciación de una obra.

Los análisis anteriores derivan a plantear las siguientes conclusiones en torno a la censura en la literatura infantil y juvenil. Para empezar, su existencia está clara; lo que resulta más difuso son sus formas de expresión en la sociedad. Desde luego, la opción más facilista es limitarse a señalar los problemas a los que se ven enfrentadas las obras infantiles que hablen de temas sugestivos como sexo, concepciones de género, violencia o aspectos sobrenaturales. Lo relevante en este caso será ahondar en por qué estos temas en particular generan estas reacciones, pues sin duda deben poseer algo en común que despierte la animosidad de determinados sectores.

Una tentativa de respuesta es que todos ellos, cuando son desarrollados estéticamente por autores comprometidos, exponen una visión de la sociedad y de la vida misma que se opone a los valores de las esferas de poder dominantes: libertad interpretativa, cuestionamiento constante de respuestas prefabricadas, inquietud intelectual o espiritual, desarrollo del pensamiento crítico y de un complejo sentido de humanidad. Como señalaba también L’Engle, escribir ficción es atreverse a perturbar el universo y su orden establecido; es preferir la pregunta sobre la respuesta, como también señala Carranza (2009).

El niño o joven que se forme a través de estos aspectos será mucho menos dúctil ante la influencia de algunas de las área de mayor poder de parte de estas instituciones dominantes, como el consumismo, el embrutecimiento intelectual o la banalización espiritual. Esto, obviamente, supone una amenaza a largo o mediano plazo, pues los niños y jóvenes de hoy serán los adultos del mañana. Este tipo de censura, por tanto, pareciera nacer de una intención de control o manipulación ideológica y deshumanizadora para que las personas, desde muy pequeñas, olviden y ridiculicen lo importante de la existencia y perpetúen un modelo que favorezca los intereses mezquinos de unos pocos.

Esto permite introducir una variante de la censura: aquella que, por otro lado, intenta hacer parte de su discurso a la libertad creadora para legitimar la banalidad en la ficción y trivializar toda obra que busque la trascendencia. Esta censura es menos perceptible que la otra, pero quizá por lo mismo sea más peligrosa. Es el tipo de visión que subyace a determinadas comunidades lectoras que optan por apartar a clásicos literarios u otras obras de gran valor para reemplazarlos por best sellers juveniles nada más que por ser eso lo que muchos jóvenes y niños disfrutan, al margen de que hayan nacido en el marco de un mercado editorial que concibe las historias como negocio o vicio y no como una necesidad espiritual, y que debe procurarse siempre ofrecer un rango de posibilidades distintas para que las minorías no sean excluidas.

Como señalaba Ursula K. Le Guin en su ensayo “Stalin in the Soul” sobre la censura en la ficción: “If art is taken seriosly by its creators or consumers, that total permissiveness disappears, and the possibility of the truly revolutionary reappears. If art is seen as sport, without moral significance, or if it i s seen as self-expression, without rational significance, or if it is seen as a marketable commodity, without social significance, then anything goes” (Le Guin, 1979). [Si los creadores o consumidores se toman en serio el arte, esa permisividad desaparece, y la posibilidad de lo verdaderamente revolucionario reaparece. Si el arte es visto como un deporte, sin significancia moral, o si es visto como autoexplicativo, sin significancia racional, o si es visto como una comodidad de márketing, sin significancia social, entonces se puede esperar de todo]. 

En este pensamiento, Le Guin no alude a la moralina ni al discurso político en sí mismos, sino a algo mucho más trascendente: a la moral y al sentido ideológico más profundo. Al arte, en fin, como una expresión que tiene la obligación de cambiar la vida más íntima de su lector para siempre. Si se tiene que este tipo de literatura significativa puede estar presente en la vida de alguien desde su niñez, como en el caso de la LIJ, entonces prima una urgencia aún mayor por ampliar las posibilidades en lugar de anularlas y presentar sólo lo que las esferas de poder esperan que se presente.

Porque, en fin, la literatura infantil que le hace justicia a su denominación como literatura sólo condena las visiones impuestas de parte de un sector dominante, ya sea para legitimar y preservar un modelo de vida alienante o incluso para imponer como único tema interesante lo que ahora es políticamente correcto (el localismo, la política misma o la homosexualidad, por ejemplo, hoy tendencias temáticas muy en boga). Esto lo apunta también Carranza: "multitud de libros pobres estéticamente, pero ricos en contenidos progresistas" (Carranza, 2009).

Pero la literatura debiera ser siempre libertad y posibilidad, de la misma forma en que la que el solo acto de lectura lleva al lector a un universo distinto. Restringir la oportunidad de que un lector pueda tener diversos viajes a través de la ficción, y no sólo los que algunos establezcan como deseables, es un despropósito tanto para el ámbito del mercado editorial como para los mediadores de lectura. Será en estos últimos en los que recaerá con más intensidad la necesidad de abrir tantas puertas como libros haya, para que cada lector encuentre libremente la historia que pueda ser verdaderamente significativa para su vida.


Referencias bibliográficas


Baldassarro, R. (marzo, 2013). Banned Books Awareness: “The Wonderful Wizard of Oz”. Banned Books. Recuperado el 14 de mayo de http://bannedbooks.world.edu/tag/wizard-of-oz/

Carranza, M. (diciembre, 2009). ¿Por qué la literatura es también para los niños?. Imaginaria (271). Recuperado el 14 de mayo de http://www.imaginaria.com.ar/2009/12/%C2%BFpor-que-la-literatura-es-tambien-para-los-ninos/

L’Engle, M. (1984). Dare to be Creative! A Lecture Presented at the Library of Congress. Washington: Library of Congress.

Le Guin, U. (1979) Stalin in the soul. The Language of the Night. Essays on Fantasy and Science Fiction. Nueva York: Putnam' Son.

Talbot, M. (junio, 2005). Libros como caramelos. Por qué los chicos aman a Roald Dahl. Página 12. Recuperado el 14 de mayo de http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2415-2005-08-05.html


Nota

(*) La mayoría de las citas empleadas serán en inglés, pues se halló artículos con mayor profundidad en ese idioma que en español, sobre todo aquellos que planteaban visiones pertinentes a la temática sobre la censura específicamente de libros de Fantasía infantiles. En el caso de L'Engle en particular, al ser una autora muy desconocida en Latinoamérica, no existe traducción al español de la conferencia a citar como respaldo de su visión ante la creación e historia de Una arruga en el tiempo (editado alguna vez en español por Alfaguara y actualmente descontinuado). Tampoco existe traducción  del libro de Le Guin citado en las conclusiones. Las traducciones presentes son personales y libres, no profesionales.

lunes, 5 de mayo de 2014

¿Qué es la literatura infantil? (II) Una respuesta desde la teoría

Así como en la entrada pasada se hubo de abordar una tentativa de definición de lo que podría entenderse como literatura infantil a partir de la experiencia personal, en ésta se procurará replantear esta primera aproximación, ahora principalmente desde el aporte teórico de tres autores: Gemma Lluch, Joel Franz Rosell y Liliana Bodoc. El primer para paso para esta labor será analizar sus propuestas en sus particularidades, intentando luego aunarlas en busca de una visión en común sobre la LIJ; el segundo, contrastar ésta con los principales puntos de mi propia definición; el tercero, extender y desarrollar una reflexión final, que a pesar de su nombre distará mucho de ser definitiva, si consideramos la complejidad del tema abordado.

Como se enunció en la entrada anterior, se presuponía que la literatura infantil seguramente habría de tener una gran cantidad de definiciones distintas, y que aun aquéllas que más aspectos podrían tener en común presentaban énfasis distintos. La comprensión de las tres propuestas de los autores citados (audiovisual en el caso de Lluch y textual en el de los dos últimos autores) confirma esta suposición. Para Lluch, el foco está en lo relativo que es el rótulo de “infantil”, que ella estima más propio del mercado editorial, a fin de establecer un catálogo que delimite determinados productos (en este caso, libros), antes que una definición de matice artísticos. Para Rosell, lo más relevante en la literatura infantil es su naturaleza estética, destacándola como obra de arte que trasciende el concepto más general de “libros para niños”, que exponen una visión particular de su autor y que requiere en el niño lector algo más que un destinatario pasivo. Por último, Bodoc hace especial énfasis en la voz del autor como artista al momento de darle forma a la materia con la que se está creando: el lenguaje.

Se ha escrito hasta aquí de focos, y la elección del término no es casual, pues se quiere expresar la idea de que, por muy variados que pudiesen resultar los aspectos destacados por el análisis crítico de estos tres autores, en realidad todos están depositando las luces de sus visiones sobre una visión compartida y que podría sintetizarse en la siguiente afirmación: la literatura infantil es literatura, por consiguiente, arte, y debe ser leída, analizada y experimentada como tal.

No deja de resultar curioso que los tres parezcan concordar en un aspecto que podría estimarse polémico a estas alturas: el concepto de literatura infantil parece ser bastante engañoso, velado por sombras que obedecen a propósitos muy distantes a razones o motivaciones estéticas. Lluch señala que aun obras consideradas infantiles son leídas y disfrutadas por adultos, y que, por otra parte, obras destinadas originalmente a adultos terminaron llegando a los niños. Por otra parte, obras que aparentemente sí tendrían como único destinatario a los niños, por su carácter didáctico y pueril, son apartadas por Rosell, al insinuar que estos trabajos, si bien libros infantiles, no deberían ser considerados como literarios. En ese sentido, podría apostillarse aquí que esta confusión incluso podría extenderse a la literatura “adulta”, pues es frecuente oír términos como “literatura técnica/científica/médica”, refiriéndose a libros de no ficción especializados en un área en particular y de pretensiones claramente instructivas y nada estéticas. Si ni siquiera el mundo adulto entiende muy bien lo que es el arte de la palabra, se comprende entonces que la literatura infantil sea especialmente asolada por este tipo de confusiones, considerando que la infancia sin duda es una etapa crucial en cuanto a formación y aprendizaje.

Sin embargo, Bodoc se apronta a aportar una clave para disipar esta confusión: el pensamiento poético. Ya que la literatura infantil es arte, es imposible concebirla como una creación que se limite a replicar la visión más pedestre y banalizada de lo cotidiano; tiene que suponer una mirada distinta de la realidad, una resignificación de sentido a través del potencial comunicativo y expresivo del lenguaje. Es particularmente llamativo que este tipo de consideraciones se reiteren ya no sólo en estos tres autores, sino también en diversos estudiosos en LIJ, escritores y hasta en lectores críticos. Pareciera ser que el intento de proclamar la naturaleza estética y artística de la literatura infantil se lleva a cabo de manera aún más intensa que en la literatura adulta, acaso porque en aquélla es más urgente. Intentar esbozar algunas motivaciones puede resultar riesgoso, pero a la vez esclarecedor: tal vez se deba a que es uno de los primeros acercamientos artísticos del ser humano, al ser los niños el principal público objetivo, o incluso a que tanto niños, jóvenes y adultos conciben a la literatura infantil como un tipo de literatura más plena de sentido que aquella destinada originalmente a adultos, que tanto gusta de refocilarse en temas de escasa hondura existencial o espiritual como la política o el sexo desenfrenado, y muchas veces con un estilo desabrido o extremadamente barroco.

Me atrevería a plantear que la verdadera literatura infantil, la que importa y que es capaz de hacerse un hueco en la vida del niño, joven o adulto, desarrolla temas mucho más relevantes y con un uso del lenguaje mucho más plástico, hermoso, sincero y, en fin, estético. De ahí que, quizá, un texto como el de Bodoc pueda leerse a la vez como una expresión poética de un asunto que sin duda para ella rebosa pensamiento poético como la literatura infantil; tal vez para la autora argentina no haya otra forma de referirse a la belleza del lenguaje que adquiere esta manifestación particular de la literatura que recurriendo a ella misma.

A partir de lo anterior, puedo constatar que en realidad mi definición planteada en la entrada anterior no dista mucho de lo que exponen estos autores. Todos concordamos lo que implicaría que la literatura no pueda restringirse a un público específico, en este caso, uno exclusivamente infantil: quizá éste podría considerarse parte de mi foco particular en el texto que exponía mi visión personal. Fuera de eso, Rosell me demostró  de manera bastante reveladora el encuentro entre autor adulto y lector niño a través de la obra: “Toda obra maestra de literatura infantil es el resultado de un descubrimiento, de una invención, de una revelación, de un compromiso del espíritu del autor  —inevitablemente un adulto—  con las esencias y posibilidades de lo humano que se revelan a través de los niños”. Es interesante la valoración que se hace del autor infantil, ya no castrado estéticamente por imposiciones externas como la propia Lluch, en otra obra, señalara, sino con su voz desatada, escribiendo de los temas e historias que a él (o ella) realmente le importan, y esperando que un lector (sea niño o adulto) conecte con esta sensibilidad particular. Personalmente creo que este es un factor que se suele olvidar respecto a la LIJ y que debe ser rescatado, pareciéndome loable que estos autores (en especial Rosell) lo remarquen: el autor infantil es un autor literario y, como tal, posee una voz e imaginario estéticos y propios, con el que un lector niño puede sentirse particularmente identificado, sin que ello excluya a otros adultos lectores.

Volviendo a mi foco personal respecto a la trascendencia de la LIJ, éste sin duda nacía de la identificación y reconocimiento de la naturaleza estética de la literatura infantil, otro aspecto que destaca con particular fuerza en las tres propuestas analizadas. Sin embargo, considero que una de las más claros y rotundos afirmaciones al respecto la entrega Bodoc: “[…] el pensamiento poético es un modo de conocimiento tan serio y trascendente como  el pensamiento racional. El arte en general y la literatura en particular ‘conoce’ y explica  la realidad de un modo particular y, como tal, insustituible. Un conocimiento que de ningún otro modo podríamos adquirir. Y sin el cual crecemos con desventajas emocionales, con limitaciones sensitivas. El arte ejercita, como ninguna cosa, la emoción, la imaginación, la intuición, la capacidad de perdonar y de soñar.” 

Esto se enlaza enseguida con los reparos respecto a todo cuanto no tiene que ver este valor artístico y que erróneamente se asocia a la LIJ, como el texto didáctico o moralizante o algunas imposiciones relativas al rango de edad en que se destinan algunas lecturas, como las colecciones que editoriales grandes preparan en miras a los planes lectores. Esto correspondería a la evolución que ha tenido la literatura infantil, desde una concepción original bastante plana e instructiva hasta su condición actual, que reasume su valor estético y capacidad para cuestionar el mundo, acorde a una reconsideración de la naturaleza infantil y juvenil y a un nuevo campo de estudio dentro de la literatura.

Por todo lo anterior, siento estaría en condiciones de sostener que las visiones de estos autores y la mía propia son complementarias, pues yo también me siento iluminando secciones de la misma figura sobre la que ellos están centrados. Creo que esto se debe a que, como mencioné en mi entrada pasada, yo ya había tenido un acercamiento teórico y académico a los conceptos asociados a la LIJ, habiendo yo misma expuesto como académica un par de veces, y porque para mí la lectura personal de estas obras es algo que ayuda a resignificar mi propia vida.

De modo que podría sintetizar la siguiente reformulación de lo que podría considerarse como literatura infantil, considerando ahora el aporte de la visión teórica de los autores citados:

Manifestación artística particular, dirigida en principio a niños y jóvenes pero sin cerrarse a otro tipo de público, que supone un uso estético y poético del lenguaje, en tanto expresión literaria. Como propuesta, la obra de literatura infantil y juvenil requiere por un lado a un autor comprometido con el desarrollo y modelado de una voz que se plasme de manera particular y reconocible a través de su lenguaje, procurando entregar una visión de mundo y un imaginario personalísimos y poéticos, nacidos de una inquietud íntima y de una vocación creadora inigualables e irremplazables. Por otro, la literatura infantil y juvenil requiere de una comunidad lectora activa y capaz de resignificar el texto según su experiencia personal, ya sea infantil o adulta, estableciendo un nexo significativo con la propuesta literaria del autor si ambos comparten imaginarios.

Lo anterior me lleva a considerar que un aspecto fundamental en un mediador debiera ser su profundo y sincero amor por la literatura infantil como un lector más. Por supuesto, su experiencia de lectura será muy distinta a la de un niño o joven, pero finalmente todos seguimos siendo seres humanos y sufrimos y gozamos más o menos por las mismas cosas. Del encuentro entre esta infancia y esta adultez es de donde debiera nacer un embrión de comunidad lectora, que a fin de cuentas entronca con el significado que estos autores (y sobre todo Liliana Bodoc) le entregan a la literatura infantil como arte: comunicación, sentido, amor. Porque, en realidad, la noción de mediador no debiera olvidar nunca que su origen, a mi juicio, tiene que ver más con el deseo de compartir una lectura que nos estremeció y que cambió nuestra vida con alguien a quien amemos, antes que preocuparnos de algo mucho más irrelevante como mejorar la comprensión lectora o enseñar algo. 

En este sentido, un mediador no debiera jamás olvidar que al momento de abordar la lectura de una obra literaria infantil está trabajando con un objeto estético de alto valor artístico y susceptible de múltiples interpretaciones. De ahí que deba tener en consideración gran cantidad de factores al momento de desarrollar un plan de actividades en torno a esta lectura, desde las características específicas del grupo con el que está trabajando a la visión misma de mundo que expone la obra. Debido a la mayor libertad que suele disponer el mediador en su labor, estos factores debieran cobrar gran importancia en sus planificaciones y reflexiones personales en cuanto a su quehacer, pues se está abordando un espacio muy distinto a la homogeneizante aula escolar con sus controles de lectura. El mediador debería estar en condiciones de identificar los gustos particulares de los niños y jóvenes con los que trabaje y potenciarlos, entregándoles obras que ellos puedan disfrutar ya sea por temática o forma (o ambas), pero tampoco debiera olvidar sus gustos personales, pues él mismo es un lector más. Aquí se debiera retomar lo señalado anteriormente: se trata, a fin de cuentas, de establecer puentes o nexos de experiencias, de generar un encuentro lector. Cuando este aspecto se toma a la ligera y se polariza, se tienen situaciones como una inclinación desmesurada a obras clásicas, que a muchos niños y jóvenes les cuesta hacer significativas por diferencias de contexto, o a las infumables sagas juveniles en tanto obras deslocalizadas del canon escolar, que suelen ser del gusto del público juvenil pero que exhiben un valor estético limitado. 

El hecho que yo no haya podido eliminar el adjetivo “infumable” del párrafo anterior es una demostración pragmática de que yo, como lectora, no puedo ocultar mis juicios y valoraciones personales respecto a la literatura infantil y juvenil. Esto da cuenta de que el área de mediación es un excelente campo para compartir y comunicarse entre lectores diversos. De la misma forma en que algunos niños y jóvenes pueden mencionarme que algunas obras les parecen aburridas o intrascendentes para ellos, yo podría quedarme en que odio las sagas juveniles. La idea es que todos podamos ir más allá de eso. Yo odio las sagas juveniles porque la mayoría ha banalizado y convertido en una marca comercial la estética de la Fantasía, que es el sentido último de mi vida; los niños y jóvenes tendrán sus propias razones para detestar otras obras. Y es excelente que así sea. Porque a partir de eso yo puedo mostrarles qué es la verdadera Fantasía, guiándolos a nuevas lecturas que probablemente no podrán conocer con nadie más, haciendo de ellas un nuevo ejercicio de apropiación, y ellos podrán enseñarme obras juveniles que me hagan reconsiderar mis palabras. Y si no hubiese este encuentro de la forma esperada, también sería estupendo: somos distintos, pero todos leemos y todos tenemos obras que definen y redefinen nuestra existencia. 

Porque, de alguna forma, también hay un encuentro en la experiencia de leer una obra de un autor que no vive en nuestro país, que no habla nuestro idioma y que quizá ya ni exista, pero a quien sentimos vivir en cada palabra que leemos. Podemos conocer su mundo, sus esperanzas y su imaginario en estas palabras. Podemos entenderlo, e incluso quererlo. ¿Y cómo no querer también a Liliana Bodoc, tanto como autora como pensadora de la LIJ, si en ambos discursos, el literario y el argumentativo, hay siempre una coherencia que es poética y estética? Que esa coherencia sea asimismo nuestra responsabilidad y nuestra voluntad, ya sea como lectores, autores y mediadores. Tras mi lectura de estos tres teóricos, no puedo sino sentir que esa debiera ser una de las principales orientaciones, al menos en lo que se refiere al último rol: una sinceridad respecto a nuestra propia interioridad y una entrega comprometida hacia la difusión de obras importantes que haga relevante y cálido para muchos más el acto tan urgente y necesario de leer para (sobre)vivir.



Referencias bibliográficas

Rosell, J. "¿Qué es la literatura infantil? Un poco de leña al fuego". En Cuatro Gatos. Disponible en
http://www.cuatrogatos.org/show.php?item=217

Bodoc, L. "Literatura como discurso artístico". Actas de CILELIJ, Vol. 2. 244‐246.

Lluch, G. "Entrevista a Gemma Lluch". Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=X7PhGbpXmt8

lunes, 28 de abril de 2014

¿Qué es la literatura infantil? (I) Una respuesta desde la experiencia personal


Probablemente existan pocos conceptos literarios que en los últimos años hayan suscitado un puñado de definiciones y visiones tan diversas como el de la literatura infantil (LIJ), principalmente a partir del espacio académico y del escolar, hasta abarcar incluso dos de los más íntimos: el del autor enfrentado a solas al acto de escritura y la del lector, enfrentado a su vez a la lectura de una obra.

A fin de poder responder esta pregunta a partir de mi propia experiencia, tendré que abordar necesariamente, con mayor o menor intensidad, todas estas dimensiones, pues de alguna forma he participado de todas ellas. Por esta razón, en principio iré delimitando los rasgos que he identificado en mi contexto sociocultural más inmediato, para luego trascenderlo hacia lo que mi experiencia más personal como lectora y creadora me ha enseñado a lo largo de los años.

Para empezar, como académica en ciernes, ya he tenido contacto con numerosos textos críticos y ensayos sobre lo que podría entenderse por literatura infantil. Aunque se aprecian divergencias en determinadas posturas, según la corriente teórica o visión personal a la que se adscriba cada autor, creo que existe al menos un consenso básico: la literatura infantil debiera ser ante todo concebida como una expresión más de la literatura, quizá con unas cuantas particularidades en las que ya profundizaré más adelante.

Esta conclusión podría parecer una obviedad, pero no lo es en la medida en que analizamos críticamente cómo se concibe este tipo de literatura en el espacio escolar, dominado por un repertorio de obras sugeridas que reciben el nombre de “plan lector”. Debido a las características intrínsecas del contexto escolar, en donde la orientación didáctica y formativa está cada vez más supeditada a la competencia ligada al éxito social y económico, numerosas obras infantiles se han elegido, leído e incluso escrito únicamente en función de su potencial instructivo o valórico, en un contexto mayor en donde editoriales e instituciones transforman la publicación y difusión de estos trabajos en un negocio más.

De este modo, es posible plantear en un principio que si bien para la academia la LIJ debiera concebirse como una manifestación literaria, el espacio educativo contradice sistemáticamente esta visión en su práctica cotidiana al concebirla como una herramienta pedagógica más, que debe evaluarse como cualquier otra actividad escolar. Sin embargo, estos enfrentamientos ideológicos tienen más que ver con el potencial valor de la literatura infantil en tanto objeto estético, por lo que aún falta cuestionarse otra cosa: ¿en qué afecta lo “infantil” a la LIJ? En otras palabras, ¿a qué se refiere exactamente este adjetivo y cómo condiciona la naturaleza de este tipo de literatura?

Esta es una interrogante muy interesante, porque definitivamente no solemos hablar de la literatura “adulta”, sino sólo de literatura a secas. En ocasiones se emplean algunos adjetivos para delimitar cierto perfil de sus obras, como gentilicios para denotar su contexto de producción (literatura chilena) o conceptos para identificar su estética (literatura fantástica). Pero intentar catalogar determinados trabajos por el rango etario no sólo parece bastante descabellado, sino también muy confuso. ¿Acaso debería llamarse “literatura infantil” sólo a lo que escriben niños y jóvenes, asociándola así a sus creadores? ¿O es que se refiere en verdad al público objetivo que los autores adultos consideran al momento de escribir?

Esto introduce una preocupación adicional: la literatura como una expresión con fecha de caducidad, una lectura que sólo tiene sentido para un rango en particular de lectores jóvenes y que excluiría a otros, mayores, o incluso a los primeros, una vez que el tiempo los convierta en adultos. Bajo esta mirada, por supuesto que puedo entender las visiones escolares: la LIJ sería un recurso pedagógico restringido a un contexto específico, destinado a fortalecer determinada sección del currículum educativo; obras solicitadas en años posteriores irían cubriendo otras secciones, y así. Eso explicaría también por qué las principales editoriales infantiles trabajan con colecciones y series distinguidas por claves de colores según rangos de edad: se trataría de una facilidad añadida a la labor escolar al catalogar obras de acuerdo a parámetros como complejidad léxicogramatical o de estructuras narrativas, temáticas abordadas o incluso extensión en cantidad de palabras.

Personalmente considero que restringir la literatura infantil sólo a los niños, bajo parámetros como los anteriores, es un error gravísimo que amenaza su naturaleza estética, que apunta a la trascendencia. En tanto académica, concuerdo con muchos teóricos respecto a que la LIJ debiera estar orientada a satisfacer las necesidades e intereses lúdicos y estéticos de los niños, reemplazando la instrumentalización y el moralismo por el fomento de una capacidad crítica y un sentido de identidad embrionarios.

Sin embargo, desde mi experiencia personal, necesito ir más allá. Y esto porque no me interesa tanto la LIJ como algo que puedo entregar a niños y jóvenes para su lectura en un contexto de mediación libre, sino porque yo misma soy lectora de ella y la adoro. Por supuesto, de niña leía muchas obras infantiles, pero hoy en día las sigo (re)leyendo y también emprendiendo nuevas búsquedas de historias desconocidas que pueda amar. 

Si la LIJ efectivamente fuese algo reducido a un público infantil y juvenil, ¿cómo es posible que yo, adulta, esté disfrutando más de algunas de sus obras que de lo que las disfruté o podría haberlas disfrutado en mi niñez? Podría intentar pensar que entonces no son realmente obras infantiles, pero tanto la academia como el espacio escolar así las identifican, ya sea para estudios críticos como para inclusiones en los planes lectores. Podría intentar pensar también que yo tengo un problema grave de madurez al encontrar más amparo, goce y sentido en muchas de ellas que en buena parte de la literatura “adulta”, pero me encuentro con que mis lecturas e interpretaciones son distintas a las que realizan los niños, porque se corresponden a mi experiencia personal como adulta joven.

Prefiero, sin embargo, pensar que en realidad la literatura infantil se denomina así porque efectivamente está enfocada en el público lector de menor edad, que seguramente será (y/o debiera ser) el primero en llegar a ella, pero que eso no impide su relectura desde la adultez. Por lo anterior, uno de los aspectos cruciales para siquiera pensar en la validez de la mediación lectora con el público infantil y juvenil es que el propio mediador sea lector de LIJ, pero no porque sólo pretenda conocer qué están leyendo los niños y jóvenes, sino porque realmente él o ella adore estas obras como lector también.

Si bien como profesora nunca pude asumir un verdadero rol mediador por mi inexperiencia y mi desinterés absoluto por la docencia, recuerdo que un estudiante me comentó que mi amor por la literatura —que afloraba en circunstancias extra-pedagógicas— era tan sorprendente que eso les había predispuesto de manera más positiva hacia la lectura. Quizá no logré que la mayor parte de ese curso fuera más lectora, y quizá ni siquiera motivé más a quienes ya leían mucho por su cuenta, pero esas palabras me hicieron pensar en que la literatura se reflejaba en mí de una manera tan intensa que eso podía ayudar a demostrar que podía ser una forma de vida más por la que optar. Por otra parte, muchísimo más exitosos fueron mis intentos de mediación fuera del ámbito literario, centrado en narrativas multimodales poco asociadas a la literatura, como los videojuegos, mi segunda pasión. Que algunos niños y jóvenes se sorprendieran tanto al verme intentando demostrarles que las historias importantes podían contarse indistintamente con palabras o pixeles, me hizo reconsiderar hasta qué punto los adultos, incluso los mediadores, a veces tendían a introducirse en sus mundos como observadores externos, en lugar de disfrutarlos desde la misma ventana que ellos.

Y es que no puedo pensar en una mediación que se enfoque en fomentar la lectura por motivos socioculturales o incluso algunos apenas menos instrumentalizadores que los del espacio escolar tradicional, como incluir ciertas lecturas sólo en función de su rol como trampolín a obras canónicas, por ejemplo. No puedo pensar la mediación así, porque para mí la lectura es, entre otras cosas, una redención y una necesidad. Mi deseo por convertirme en una mediadora nace justamente de la voluntad de compartir con otro lector más, independiente de su edad, la maravilla de leer una obra literaria que pueda cambiar su vida, o mejor aún, que le haga sentir y pensar que vale la pena seguir viviendo, o vivir de la forma en la que se elija hacerlo. 

La literatura, como vía de comunicación, también permite hacerte sentir que existe alguien más que puede entenderte, sin importar si vive en otro país o está ya muerto, o incluso si nunca existió en este mundo. Eso, sobre todo en una etapa tan compleja como la adolescencia, en la que no sólo se busca la propia identidad, sino también alguien con quien compartirla y construirla poco a poco, se agradece muchísimo. La lectura entonces se transforma en un subversivo portal de resistencia ante la desesperanza de la vida del joven, en cuyo contexto quizá no pueda confiar en nadie ni en nada, a la espera de que la vida le permita conocer a alguien que probablemente contempló el mundo desde la ventana del lado.

De ahí que sea igualmente importante centrarse en el tipo de obra infantil y juvenil, pues una cosa es que su lectura sea restringida desde instituciones o individuos particulares, ya sea por edad o el rol que se le asigne, y otra muy distinta que su propia concepción haya sido influenciada por estos aspectos. Es posible que un trabajo semejante pueda tener éxito en su momento entre sus lectores, llegando incluso a generar interesantes dinámicas de trabajo, pero su relevancia en la vida de estos probablemente será nula y quizá ni siquiera llegue a atesorarse como recuerdo, con lo que se volvería a la condición de caducidad identificada anteriormente.

Como autora de literatura infantil, de hecho, no puedo escribir pensando en los temas que culturalmente están asociados al género o validados por éste, ni menos en la edad potencial de mis posibles lectores. Ni siquiera pienso necesariamente en el tipo de historias que podría gustarle a los niños en general. No creo que debiera haber este tipo de restricciones en la escritura literaria, de modo que tampoco pretendo aplicarlas a lo que yo concibo como literatura infantil. Antes bien, procuro mantenerme fiel a las historias que podrían haberme importado en mi propia niñez y que aún me importan, desde una niñez renovada y abstracta que he ido ir reconstruyendo a partir de mis memorias y deseos. Creo que esta sinceridad es la única vía para aspirar a escribir una obra infantil que no se vuelva desechable con los años, que se pueda disfrutar desde cualquier edad y a la que siempre se pueda regresar.

De modo que, volviendo a la pregunta que ha motivado todo este recorrido reflexivo, siento que no puedo responderla sin comenzar sosteniendo tajantemente que para mí la literatura infantil es literatura. Y que esto, en realidad, va mucho más allá de reconocer su naturaleza estética y condenar el didactismo o la formación valórica, aspectos que casi se han vuelto lugar común en la academia especializada en LIJ. Que una obra termine enseñándole a su lector o inculcándole de manera libre determinado valor no es algo grave en sí mismo, al contrario. Peor es asumir que el solo adjetivo “infantil” impide su lectura por parte del lector adulto, o bien, que la valide sólo si éste la lee para mediarla con los más pequeños.

A mi juicio, que la LIJ sea literatura implica que, si bien el público objetivo inicial son efectivamente niños y jóvenes, cualquier lector puede y debiera llegar a ella, al ser trascendente. Esto requiere obras cuyo valor estético sea tal que permitan múltiples entradas y resignificaciones de sentido a medida que se vaya releyendo a lo largo de los años. Al igual que la literatura sin adjetivos, cuya lectura para mí significa trascendencia espiritual, reflejo de la humanidad en todas sus dichas y miserias, capacidad para hacernos comprender mejor el mundo que nos rodea y un abrazo de redención y esperanza. En suma, un sentido, un destino y una razón más para vivir. 

Lo valioso y distintivo de la literatura infantil sería que su naturaleza  permitiría acceder a todo esto de una forma ya desde la niñez, y de otra totalmente distinta, enriquecida, en la adultez. Adicionalmente, le brindaría al lector ya adulto una ventana o puerta por la que retornar a su infancia y contemplarla con la distancia de los años, quizá para comprender que, al igual que cuando era pequeño, sigue sintiendo ganas de llorar cuando no consigue sus sueños, o que aún no conoce el nombre de todas las calles. Eso, a su vez, le posibilitaría un reencuentro distinto con los niños y jóvenes a su alrededor, haciéndole recordar que él también fue uno de ellos, y de paso demostrándoles que sin duda algún día ellos llegarán también a ser adultos.

Eso me lleva a definir condensada y personalmente a la literatura infantil como una expresión estética particular dentro de la literatura. Por un lado, estaría orientada principalmente al público lector infantojuvenil, lo que no impediría su lectura por parte de otros públicos; por otro, se dirigiría también hacia las concepciones sobre la infancia (recuerdos, pensamientos, visiones) presentes en el adulto. En el caso de la lectura del niño o joven, esta literatura debiera ayudarle de manera lúdica y desafiante a formar en él nociones iniciales sobre la construcción de su propia capacidad crítica, su identidad y su destino. En el caso de su (re)lectura por parte de un adulto, la LIJ debiera permitirle reencontrarse con el niño o joven que fue, a la vez que conectarse con los niños o jóvenes que le rodean. Y, principalmente, a concebir en su corazón una versión abstracta de sí mismo como niño y joven, dentro de su espíritu adulto, que le brinde un renovado sentido de esperanza y aventura a su vida.

Este intento personal de definición se expresa muy bien en una experiencia íntima de lectura con una obra infantil que, en su condición de clásico de Fantasía, me entregó todo lo que yo podría esperar de un libro: Matilda, de Roald Dahl. Si bien conocía su historia a grandes rasgos, leí el libro recién el 2013 y puedo confesar que cambió mi vida. Sentí en parte mi propia infancia reflejada en la pequeña protagonista, como una Matilda de inteligencia pedestre pero con una pasión similar por las historias, incomprendida por su familia y hostigada por sus profesores. Una niña esencialmente sola, al fin y al cabo, que logró hacerse camino por su cuenta, con la esperanza de alguna vez encontrar gente valiosa en la senda: la historia de mi juventud.

Pero en Matilda estaba la señorita Honey.

La señorita Honey me demostró a mí, lectora adulta convertida de pronto en niña por el hechizo narrativo de Dahl, que la gente adulta también sufría y que muchas veces escondía ese dolor bajo el aplomo ante los demás y el sincero afecto por lo que se amaba. Yo nunca tuve vocación por la docencia, que es mi profesión oficial, pero de alguna forma me sentí identificada también con esta señorita Honey que vivía una vida miserable de espaldas a sus estudiantes y que buscaba apoyar firmemente a Matilda por creer en ella. Recordé cómo escondía mi propio dolor ante mis alumnos y cómo intenté siempre luchar por aquellos que, al ser diferentes, eran como yo.

Matilda me hizo redescubrir de pronto hasta qué punto que alguien crea en ti y te valore por quien eres, sobre todo si no eres como la mayoría, puede hacer toda una diferencia en tu vida. En mi lectura, fui a la vez la niña Matilda y la joven señorita Honey, y terminé el libro con lágrimas de felicidad que, probablemente, en mi niñez habrían sido sonrisas cómplices y el anhelo de tener una profesora así.

Lo cierto es que yo nunca tuve una señorita Honey en mi vida, pero lo maravilloso es que gracias a esta obra comprendí que podría expiar toda esa soledad y dolor por la incomprensión al convertirme yo misma en una señorita Honey para algún niño o joven que estuviera viviendo algo similar. Porque creo que, finalmente, ese debiera ser el rol último de un mediador de literatura infantil y juvenil: conectar con algún lector pequeño y, a través de obras literarias, hacerle entrar en contacto con un mundo nuevo, con una o certeza de que hay belleza y esperanza aún en la vida y que vale la pena continuar en ella, porque hay muchas otras personas (sí, muchas, aunque cueste creerlo) que sienten y piensan como él o ella y que las historias serán portales que les permitirán llegar a ellas. En otras palabras, salvarlo. O entregarle historias que puedan hacerlo.

Porque creo que una de las mejores formas posibles para responder qué es la literatura infantil para mí es simplemente nombrar a Matilda y a la señorita Honey y lo que ambas significaron —y seguramente significarán— para mí. 

Porque si la literatura que importa es como el abrazo que sólo una historia puede entregarnos, la literatura infantil es como aquellos brazos que conocemos desde hace años y que siempre vuelven a nosotros cuando los necesitamos, para envolvernos en una nueva calidez que año a año se va amoldando a nuestro propio cuerpo, crecido y cambiado, pero que preserva un mismo destello en los ojos: el niño que fuimos, que somos y que seremos.