lunes, 28 de abril de 2014

¿Qué es la literatura infantil? (I) Una respuesta desde la experiencia personal


Probablemente existan pocos conceptos literarios que en los últimos años hayan suscitado un puñado de definiciones y visiones tan diversas como el de la literatura infantil (LIJ), principalmente a partir del espacio académico y del escolar, hasta abarcar incluso dos de los más íntimos: el del autor enfrentado a solas al acto de escritura y la del lector, enfrentado a su vez a la lectura de una obra.

A fin de poder responder esta pregunta a partir de mi propia experiencia, tendré que abordar necesariamente, con mayor o menor intensidad, todas estas dimensiones, pues de alguna forma he participado de todas ellas. Por esta razón, en principio iré delimitando los rasgos que he identificado en mi contexto sociocultural más inmediato, para luego trascenderlo hacia lo que mi experiencia más personal como lectora y creadora me ha enseñado a lo largo de los años.

Para empezar, como académica en ciernes, ya he tenido contacto con numerosos textos críticos y ensayos sobre lo que podría entenderse por literatura infantil. Aunque se aprecian divergencias en determinadas posturas, según la corriente teórica o visión personal a la que se adscriba cada autor, creo que existe al menos un consenso básico: la literatura infantil debiera ser ante todo concebida como una expresión más de la literatura, quizá con unas cuantas particularidades en las que ya profundizaré más adelante.

Esta conclusión podría parecer una obviedad, pero no lo es en la medida en que analizamos críticamente cómo se concibe este tipo de literatura en el espacio escolar, dominado por un repertorio de obras sugeridas que reciben el nombre de “plan lector”. Debido a las características intrínsecas del contexto escolar, en donde la orientación didáctica y formativa está cada vez más supeditada a la competencia ligada al éxito social y económico, numerosas obras infantiles se han elegido, leído e incluso escrito únicamente en función de su potencial instructivo o valórico, en un contexto mayor en donde editoriales e instituciones transforman la publicación y difusión de estos trabajos en un negocio más.

De este modo, es posible plantear en un principio que si bien para la academia la LIJ debiera concebirse como una manifestación literaria, el espacio educativo contradice sistemáticamente esta visión en su práctica cotidiana al concebirla como una herramienta pedagógica más, que debe evaluarse como cualquier otra actividad escolar. Sin embargo, estos enfrentamientos ideológicos tienen más que ver con el potencial valor de la literatura infantil en tanto objeto estético, por lo que aún falta cuestionarse otra cosa: ¿en qué afecta lo “infantil” a la LIJ? En otras palabras, ¿a qué se refiere exactamente este adjetivo y cómo condiciona la naturaleza de este tipo de literatura?

Esta es una interrogante muy interesante, porque definitivamente no solemos hablar de la literatura “adulta”, sino sólo de literatura a secas. En ocasiones se emplean algunos adjetivos para delimitar cierto perfil de sus obras, como gentilicios para denotar su contexto de producción (literatura chilena) o conceptos para identificar su estética (literatura fantástica). Pero intentar catalogar determinados trabajos por el rango etario no sólo parece bastante descabellado, sino también muy confuso. ¿Acaso debería llamarse “literatura infantil” sólo a lo que escriben niños y jóvenes, asociándola así a sus creadores? ¿O es que se refiere en verdad al público objetivo que los autores adultos consideran al momento de escribir?

Esto introduce una preocupación adicional: la literatura como una expresión con fecha de caducidad, una lectura que sólo tiene sentido para un rango en particular de lectores jóvenes y que excluiría a otros, mayores, o incluso a los primeros, una vez que el tiempo los convierta en adultos. Bajo esta mirada, por supuesto que puedo entender las visiones escolares: la LIJ sería un recurso pedagógico restringido a un contexto específico, destinado a fortalecer determinada sección del currículum educativo; obras solicitadas en años posteriores irían cubriendo otras secciones, y así. Eso explicaría también por qué las principales editoriales infantiles trabajan con colecciones y series distinguidas por claves de colores según rangos de edad: se trataría de una facilidad añadida a la labor escolar al catalogar obras de acuerdo a parámetros como complejidad léxicogramatical o de estructuras narrativas, temáticas abordadas o incluso extensión en cantidad de palabras.

Personalmente considero que restringir la literatura infantil sólo a los niños, bajo parámetros como los anteriores, es un error gravísimo que amenaza su naturaleza estética, que apunta a la trascendencia. En tanto académica, concuerdo con muchos teóricos respecto a que la LIJ debiera estar orientada a satisfacer las necesidades e intereses lúdicos y estéticos de los niños, reemplazando la instrumentalización y el moralismo por el fomento de una capacidad crítica y un sentido de identidad embrionarios.

Sin embargo, desde mi experiencia personal, necesito ir más allá. Y esto porque no me interesa tanto la LIJ como algo que puedo entregar a niños y jóvenes para su lectura en un contexto de mediación libre, sino porque yo misma soy lectora de ella y la adoro. Por supuesto, de niña leía muchas obras infantiles, pero hoy en día las sigo (re)leyendo y también emprendiendo nuevas búsquedas de historias desconocidas que pueda amar. 

Si la LIJ efectivamente fuese algo reducido a un público infantil y juvenil, ¿cómo es posible que yo, adulta, esté disfrutando más de algunas de sus obras que de lo que las disfruté o podría haberlas disfrutado en mi niñez? Podría intentar pensar que entonces no son realmente obras infantiles, pero tanto la academia como el espacio escolar así las identifican, ya sea para estudios críticos como para inclusiones en los planes lectores. Podría intentar pensar también que yo tengo un problema grave de madurez al encontrar más amparo, goce y sentido en muchas de ellas que en buena parte de la literatura “adulta”, pero me encuentro con que mis lecturas e interpretaciones son distintas a las que realizan los niños, porque se corresponden a mi experiencia personal como adulta joven.

Prefiero, sin embargo, pensar que en realidad la literatura infantil se denomina así porque efectivamente está enfocada en el público lector de menor edad, que seguramente será (y/o debiera ser) el primero en llegar a ella, pero que eso no impide su relectura desde la adultez. Por lo anterior, uno de los aspectos cruciales para siquiera pensar en la validez de la mediación lectora con el público infantil y juvenil es que el propio mediador sea lector de LIJ, pero no porque sólo pretenda conocer qué están leyendo los niños y jóvenes, sino porque realmente él o ella adore estas obras como lector también.

Si bien como profesora nunca pude asumir un verdadero rol mediador por mi inexperiencia y mi desinterés absoluto por la docencia, recuerdo que un estudiante me comentó que mi amor por la literatura —que afloraba en circunstancias extra-pedagógicas— era tan sorprendente que eso les había predispuesto de manera más positiva hacia la lectura. Quizá no logré que la mayor parte de ese curso fuera más lectora, y quizá ni siquiera motivé más a quienes ya leían mucho por su cuenta, pero esas palabras me hicieron pensar en que la literatura se reflejaba en mí de una manera tan intensa que eso podía ayudar a demostrar que podía ser una forma de vida más por la que optar. Por otra parte, muchísimo más exitosos fueron mis intentos de mediación fuera del ámbito literario, centrado en narrativas multimodales poco asociadas a la literatura, como los videojuegos, mi segunda pasión. Que algunos niños y jóvenes se sorprendieran tanto al verme intentando demostrarles que las historias importantes podían contarse indistintamente con palabras o pixeles, me hizo reconsiderar hasta qué punto los adultos, incluso los mediadores, a veces tendían a introducirse en sus mundos como observadores externos, en lugar de disfrutarlos desde la misma ventana que ellos.

Y es que no puedo pensar en una mediación que se enfoque en fomentar la lectura por motivos socioculturales o incluso algunos apenas menos instrumentalizadores que los del espacio escolar tradicional, como incluir ciertas lecturas sólo en función de su rol como trampolín a obras canónicas, por ejemplo. No puedo pensar la mediación así, porque para mí la lectura es, entre otras cosas, una redención y una necesidad. Mi deseo por convertirme en una mediadora nace justamente de la voluntad de compartir con otro lector más, independiente de su edad, la maravilla de leer una obra literaria que pueda cambiar su vida, o mejor aún, que le haga sentir y pensar que vale la pena seguir viviendo, o vivir de la forma en la que se elija hacerlo. 

La literatura, como vía de comunicación, también permite hacerte sentir que existe alguien más que puede entenderte, sin importar si vive en otro país o está ya muerto, o incluso si nunca existió en este mundo. Eso, sobre todo en una etapa tan compleja como la adolescencia, en la que no sólo se busca la propia identidad, sino también alguien con quien compartirla y construirla poco a poco, se agradece muchísimo. La lectura entonces se transforma en un subversivo portal de resistencia ante la desesperanza de la vida del joven, en cuyo contexto quizá no pueda confiar en nadie ni en nada, a la espera de que la vida le permita conocer a alguien que probablemente contempló el mundo desde la ventana del lado.

De ahí que sea igualmente importante centrarse en el tipo de obra infantil y juvenil, pues una cosa es que su lectura sea restringida desde instituciones o individuos particulares, ya sea por edad o el rol que se le asigne, y otra muy distinta que su propia concepción haya sido influenciada por estos aspectos. Es posible que un trabajo semejante pueda tener éxito en su momento entre sus lectores, llegando incluso a generar interesantes dinámicas de trabajo, pero su relevancia en la vida de estos probablemente será nula y quizá ni siquiera llegue a atesorarse como recuerdo, con lo que se volvería a la condición de caducidad identificada anteriormente.

Como autora de literatura infantil, de hecho, no puedo escribir pensando en los temas que culturalmente están asociados al género o validados por éste, ni menos en la edad potencial de mis posibles lectores. Ni siquiera pienso necesariamente en el tipo de historias que podría gustarle a los niños en general. No creo que debiera haber este tipo de restricciones en la escritura literaria, de modo que tampoco pretendo aplicarlas a lo que yo concibo como literatura infantil. Antes bien, procuro mantenerme fiel a las historias que podrían haberme importado en mi propia niñez y que aún me importan, desde una niñez renovada y abstracta que he ido ir reconstruyendo a partir de mis memorias y deseos. Creo que esta sinceridad es la única vía para aspirar a escribir una obra infantil que no se vuelva desechable con los años, que se pueda disfrutar desde cualquier edad y a la que siempre se pueda regresar.

De modo que, volviendo a la pregunta que ha motivado todo este recorrido reflexivo, siento que no puedo responderla sin comenzar sosteniendo tajantemente que para mí la literatura infantil es literatura. Y que esto, en realidad, va mucho más allá de reconocer su naturaleza estética y condenar el didactismo o la formación valórica, aspectos que casi se han vuelto lugar común en la academia especializada en LIJ. Que una obra termine enseñándole a su lector o inculcándole de manera libre determinado valor no es algo grave en sí mismo, al contrario. Peor es asumir que el solo adjetivo “infantil” impide su lectura por parte del lector adulto, o bien, que la valide sólo si éste la lee para mediarla con los más pequeños.

A mi juicio, que la LIJ sea literatura implica que, si bien el público objetivo inicial son efectivamente niños y jóvenes, cualquier lector puede y debiera llegar a ella, al ser trascendente. Esto requiere obras cuyo valor estético sea tal que permitan múltiples entradas y resignificaciones de sentido a medida que se vaya releyendo a lo largo de los años. Al igual que la literatura sin adjetivos, cuya lectura para mí significa trascendencia espiritual, reflejo de la humanidad en todas sus dichas y miserias, capacidad para hacernos comprender mejor el mundo que nos rodea y un abrazo de redención y esperanza. En suma, un sentido, un destino y una razón más para vivir. 

Lo valioso y distintivo de la literatura infantil sería que su naturaleza  permitiría acceder a todo esto de una forma ya desde la niñez, y de otra totalmente distinta, enriquecida, en la adultez. Adicionalmente, le brindaría al lector ya adulto una ventana o puerta por la que retornar a su infancia y contemplarla con la distancia de los años, quizá para comprender que, al igual que cuando era pequeño, sigue sintiendo ganas de llorar cuando no consigue sus sueños, o que aún no conoce el nombre de todas las calles. Eso, a su vez, le posibilitaría un reencuentro distinto con los niños y jóvenes a su alrededor, haciéndole recordar que él también fue uno de ellos, y de paso demostrándoles que sin duda algún día ellos llegarán también a ser adultos.

Eso me lleva a definir condensada y personalmente a la literatura infantil como una expresión estética particular dentro de la literatura. Por un lado, estaría orientada principalmente al público lector infantojuvenil, lo que no impediría su lectura por parte de otros públicos; por otro, se dirigiría también hacia las concepciones sobre la infancia (recuerdos, pensamientos, visiones) presentes en el adulto. En el caso de la lectura del niño o joven, esta literatura debiera ayudarle de manera lúdica y desafiante a formar en él nociones iniciales sobre la construcción de su propia capacidad crítica, su identidad y su destino. En el caso de su (re)lectura por parte de un adulto, la LIJ debiera permitirle reencontrarse con el niño o joven que fue, a la vez que conectarse con los niños o jóvenes que le rodean. Y, principalmente, a concebir en su corazón una versión abstracta de sí mismo como niño y joven, dentro de su espíritu adulto, que le brinde un renovado sentido de esperanza y aventura a su vida.

Este intento personal de definición se expresa muy bien en una experiencia íntima de lectura con una obra infantil que, en su condición de clásico de Fantasía, me entregó todo lo que yo podría esperar de un libro: Matilda, de Roald Dahl. Si bien conocía su historia a grandes rasgos, leí el libro recién el 2013 y puedo confesar que cambió mi vida. Sentí en parte mi propia infancia reflejada en la pequeña protagonista, como una Matilda de inteligencia pedestre pero con una pasión similar por las historias, incomprendida por su familia y hostigada por sus profesores. Una niña esencialmente sola, al fin y al cabo, que logró hacerse camino por su cuenta, con la esperanza de alguna vez encontrar gente valiosa en la senda: la historia de mi juventud.

Pero en Matilda estaba la señorita Honey.

La señorita Honey me demostró a mí, lectora adulta convertida de pronto en niña por el hechizo narrativo de Dahl, que la gente adulta también sufría y que muchas veces escondía ese dolor bajo el aplomo ante los demás y el sincero afecto por lo que se amaba. Yo nunca tuve vocación por la docencia, que es mi profesión oficial, pero de alguna forma me sentí identificada también con esta señorita Honey que vivía una vida miserable de espaldas a sus estudiantes y que buscaba apoyar firmemente a Matilda por creer en ella. Recordé cómo escondía mi propio dolor ante mis alumnos y cómo intenté siempre luchar por aquellos que, al ser diferentes, eran como yo.

Matilda me hizo redescubrir de pronto hasta qué punto que alguien crea en ti y te valore por quien eres, sobre todo si no eres como la mayoría, puede hacer toda una diferencia en tu vida. En mi lectura, fui a la vez la niña Matilda y la joven señorita Honey, y terminé el libro con lágrimas de felicidad que, probablemente, en mi niñez habrían sido sonrisas cómplices y el anhelo de tener una profesora así.

Lo cierto es que yo nunca tuve una señorita Honey en mi vida, pero lo maravilloso es que gracias a esta obra comprendí que podría expiar toda esa soledad y dolor por la incomprensión al convertirme yo misma en una señorita Honey para algún niño o joven que estuviera viviendo algo similar. Porque creo que, finalmente, ese debiera ser el rol último de un mediador de literatura infantil y juvenil: conectar con algún lector pequeño y, a través de obras literarias, hacerle entrar en contacto con un mundo nuevo, con una o certeza de que hay belleza y esperanza aún en la vida y que vale la pena continuar en ella, porque hay muchas otras personas (sí, muchas, aunque cueste creerlo) que sienten y piensan como él o ella y que las historias serán portales que les permitirán llegar a ellas. En otras palabras, salvarlo. O entregarle historias que puedan hacerlo.

Porque creo que una de las mejores formas posibles para responder qué es la literatura infantil para mí es simplemente nombrar a Matilda y a la señorita Honey y lo que ambas significaron —y seguramente significarán— para mí. 

Porque si la literatura que importa es como el abrazo que sólo una historia puede entregarnos, la literatura infantil es como aquellos brazos que conocemos desde hace años y que siempre vuelven a nosotros cuando los necesitamos, para envolvernos en una nueva calidez que año a año se va amoldando a nuestro propio cuerpo, crecido y cambiado, pero que preserva un mismo destello en los ojos: el niño que fuimos, que somos y que seremos.


2 comentarios :

  1. Muy buena columna, me identifiqué totalmente cuando tocaste Matilda, una obra que primero me marcó gracias a su versión cinematográfica y que a día de hoy continúo disfrutando.

    Otro de los problemas que se pueden notar respecto a la literatura infantil, es que los adultos e incluso algunos jóvenes que se creen ya muy "maduritos" la menosprecian como muchos hacen con la Fantasía. No alcanzan a ver su importancia, su significado... y creen que sólo obras "racionales", "adultas" o "cool" son la literatura que vale la pena. Pero efectivamente, y Matilda con la señorita Honey lo demuestra: hay más.

    Esperaré tus demás artículos respecto al tema. Un saludo!

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    1. ¡Completamente de acuerdo! Nunca he logrado entender por qué se asocia invariablemente lo "adulto" o "maduro" a los aspectos más susceptibles de banalización de la vida humana, como el sexo desenfrenado, la violencia gratuita o la ironía más cruel. Ser adulto, para mí, es otra cosa. "Matilda", en tanto obra literaria, es superior ya no sólo a muchas obras infantiles, sino también a varias otras destinadas originalmente a un público adulto. Y lo es en cuanto a técnica narrativa y visión de mundo, además. Porque es, sin duda, una de esas historias que quedan en ti y que cambian tu vida.

      ¡Muchas gracias por comentar, Elihú! Has descubierto mi blog "secreto" :P Se vendrá otra entrada muy pronto, también por motivos académicos. ¡Nos estamos leyendo!

      Saludos.

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